sábado, 15 de diciembre de 2007

Adiós Víctor!

Ha muerto un reconocido escritor, un colega periodista, un buceador de las emociones más profundas de la Fé.
A partido, finalmente, Víctor Sueiro.

No puedo decir, por ahora, nada más.

Ya tendré tiempo de referirme a él más extensamente.

En alguna oportunidad dijo:

"En serio, suena loco pero es así: un sueñito suavecito y después... ¡tac! Un tunel con una luz hermosa al final, y la línea mortal. Me gustaría que la gente le perdiera el miedo a la muerte. Ahí no hace frío ni calor, no hay temores ni sensaciones malas. Nos esperan cosas buenas..." "Morir es como un viaje en tren: lloran los que se despiden en el andén, pero el que viaja está muy contento.."

Qué puedo agregar que otros no hayan dicho sobre su persona?

Si las palabras pintan a una persona, estas pintan a Víctor, que se las dedicó a alguien que luchaba contra un dura enfermedad...

(...) Yo vivo de las palabras, con las palabras, por las palabras. Las amo. Tienen una magia que ninguna otra cosa puede tener. Dependiendo de lo que significa, la palabra estalla en la mente o se desliza por ella como un agua de ternura en un piso reseco de ella.Nos cambian el día en un instante. Por ejemplo: “Su hija acaba de nacer y las dos están bien” son palabras que suenan a música celestial, aflojan los músculos tensos, llenan sanamente los ojos de lágrimas y hacen que sintamos que todas las personas son buenas, hermosas, cálidas y que deberían enterarse de esa magnífica noticia.Otro ejemplo: “No tengo más remedio que despedirlo, Giménez” son solamente siete vocablos que a Giménez le helarán la sangre y sentirá que dentro suyo hay una revuelta que será reprimida pero que, mientras dura, mete miedo.

Y ahí tocamos una palabra clave: miedo. Una de las peores en cualquier idioma. Creo que fue Winston Churchill quien, durante la segunda guerra, dijo a su pueblo que “solamente hay que tenerle miedo al miedo”. Y tenía razón el gordito.
El miedo anula, paraliza, deprime, acobarda, nos hace decaer, entregarnos, traicionar, llorar amargo. Un tigre ruge en el instante mismo en que ataca para provocar un pánico repentino en su víctima que no podrá moverse por un par de segundos, los suficientes para que el tigre se lo almuerce. La misma trampita psicológica se usa en las artes marciales, cuando el atacante grita tal como se
lo ve en las películas porque ese grito paraliza al otro y eso le da ventaja al gritón. El miedo aterroriza y aterra, que no son la misma cosa. Aterroriza porque llena de terror, aterra porque nos deja pegados a la tierra. En cualquier caso, anula.

Hay palabras que provocan miedo. Hepatitis c; hepatitis b; sida; cáncer; tumor; amputación; obstrucción
coronaria; cardiopatía o infarto son solo unas poquitas. Ustedes no imaginan la cantidad de enfermedades feroces y humillantes que existen pero que no son populares porque no abundan tanto como las mencionadas, no son “noticia”.

En 1990 me visitó un paro cardíaco que provocó una muerte clínica que me borró uno de los miedos ancestrales: el miedo a mi muerte, ya que me confirmó Otra Vida que mi religión (y casi todas) ya me prometían desde siempre. Pero ese es otro tema.

Al día siguiente tuve un infarto severo. Los dolores del infarto duran, en ocasiones muy especiales, hasta dos horas, no más. Conmigo se encariñó porque el dolor -que es agudo, punzante, permanente, sin pausas, enloquecedor- se mantuvo en mi pecho durante 33 horas, a pesar de la morfina que peleaba de mi lado. Y me sirvió para manejar mejor otro miedo clásico: el miedo al dolor, ya que aprendí que es feroz mientras dura pero que se le debe presentar batalla y que, a la larga, va a terminar.

Muchas veces pensé que la muerte clínica fue para permitirme dar un pequeño vistazo en el Otro Lado y poder contarlo para aventar los temores de muchos. Y que el dolor fue tan intenso para que yo luego comprendiera lo que se siente al escuchar a otros que me hablarían de su propio dolor. Bastante justo.
Lo cierto es que desde entonces sucedieron muchas cosas más con mi trajinado cuerpo, incluyendo seis intervenciones cardiológicas, pero ese también es otro tema. Lo que en verdad interesa de toda esta historia personal es lo que aprendí mientras ocurría y volver ahora al tema de las palabras. Hubo tres que fueron y son los antídotos para todas las malas. Tres palabras que de solo decirlas me llenan la boca de flores y el alma de alivio:
fe, esperanza y amor.

La fe nos hace amigos de Dios.

La esperanza nos abre la puerta de ésta y de la Otra Vida.
El amor no
s hace entender y cuidar a las anteriores.
No se com
pran en los supermercados. Las tres sensaciones que producen esas palabras las podemos encontrar a un precio módico dentro de nosotros mismos.
A veces ahí nom
ás, a flor de piel, y otras en algún rincón olvidado del alma. Pero estar, están. Sin dudas.
Y el precio
módico es la cuarta palabra a la que aprendí a respetar y amar entrañablemente: coraje. Poniendo coraje lo demás es más fácil.

(...) es todo lo que les quería decir.
Sin discursos ni lamentaciones baratas. Simplemente desde el alma, que también es una de las palabras más bellas que existen. Desde el alma.

Un abrazo a todos
Víctor Sueiro (verano del 2000)

Sólo un pequeño silencio (que no le gustaba demasiado) y mis respetos por todo lo que realizó y por todo lo que soñó.

Hasta el Encuentro, Víctor!